POR MAX HEINDEL. PARTE IV
El Sol ha venido siendo adorado exotéricamente como el dador de la vida desde tiempo inmemorial, debido a que la multitud fue incapaz de mirar más allá del símbolo material de esta gran verdad espiritual. Pero además de aquéllos que adoraron la órbita celestial que es vista con el ojo físico, ha habido siempre y aún todavía es una pequeña, pero creciente minoría, un sacerdocio consagrado por convencimientos más que por ritos, quienes vieron y ven las verdades espirituales eternas entre las formas temporales y pasajeras; quienes envolvieron estas verdades en atavíos cambiantes de ceremonial, con arreglo a las épocas y a los pueblos a quienes fueron dadas originalmente. Para ello la estrella legendaria de Belén brilla cada año como un Sol Místico de Medianoche, el cual penetra en nuestro planeta durante el solsticio de invierno y entonces comienza a irradiar desde el centro de nuestro globo Vida, Luz y Amor, los tres atributos divinos. Estos rayos de esplendor y fuerza espiritual llenan nuestro globo con una luz suprema que circunda a cada uno de los seres de la Tierra desde el más pequeño al más grande, sin ninguna exclusión.
Pero no todos pueden participar de esta maravillosa dádiva en el mismo grado; algunos consiguen más y otros menos y algunos, ¡ay! parece que no tienen participación en la gran oferta de amor que nuestro Padre ha preparado para nosotros en Su Hijo Unigénito, debido a que éstos no han desarrollado aún el magneto espiritual, el Niño Cristo interno, que únicamente nos puede guiar a nosotros hacia el Sendero, la Verdad y la Vida.
“¿De qué aprovechará que el Sol brille si yo no tengo ojos para verlo?
¿Cómo podré yo conocer que Cristo es mío, salvo que Cristo esté dentro de mí?
Esa voz callada dentro de mi corazón es una realidad del pacto entre Cristo y yo; Esta voz imparte a la fe la fuerza de un hecho”.
Ésta es una experiencia mística que, sin duda, ha sido experimentada por muchos de nuestros estudiantes, porque es tan cierto, literalmente hablando, como que la noche sigue al día y el invierno al verano. A menos que nosotros tengamos a Cristo dentro de nosotros mismos, a menos que el maravilloso pacto de sangre de la fraternidad haya sido consumado, nosotros no podemos tener parte en el Salvador, y por lo menos en lo que a nosotros concierne no importará que las campanas de Navidad suenen una y otra vez; pero cuando el Cristo ha sido formado dentro de nosotros mismos, cuando la Inmaculada Concepción ha sido una realidad en nuestros propios corazones, cuando nosotros hemos asistido al nacimiento del Niño Cristo y le hemos ofrecido nuestros regalos, dedicando la naturaleza inferior al servicio de nuestro Yo Superior, entonces y solo entonces la fiesta de Navidad es una fiesta a la que nosotros asistimos un año y otro año. Y cuanto más ardientemente nosotros laboremos en la viña del Señor, tanto más clara y distintamente oiremos aquella voz callada y muda que dentro de nuestros corazones nos ofrece la invitación: “Venid a mí todos aquéllos que estáis agobiados con vuestra carga, que yo os daré descanso. Tomad mi yugo, porque mi yugo es blando y mi carga ligera”. Entonces nosotros oiremos una nueva nota en las campanas de Navidad, tal como nunca antes la hemos oído, porque en todos los días del año no hay día tan alegre como el día en que el Cristo nace de nuevo en la Tierra, trayendo con Él regalos y dádivas al hijo del hombre -dádivas que significan la continuación de la vida física- porque si no fuera por esta influencia vitalizante y enérgica del Espíritu de Cristo, la Tierra permanecería fría y desolada; no habría en ella un nuevo canto de primavera, ni tampoco los admirables coristas del bosque para alegrar nuestros corazones al aproximarse el verano, sino que el helado cepo de los polos mantendría a la Tierra encadenada y muda para siempre, haciendo imposible para nosotros el continuar nuestra evolución material que es absolutamente necesaria para enseñarnos el uso del poder del pensamiento en debida forma.
El Espíritu de Navidad es, pues, una realidad viviente para todos aquéllos que han desarrollado en su interior el Cristo. La generalidad de los hombres lo sienten únicamente alrededor de los días santos, pero el místico iluminado lo ve y lo siente meses antes y meses después del punto culminante de Nochebuena.
En septiembre hay un cambio en la atmósfera de la Tierra, empezando a resplandecer una luz en los cielos, y parece que envuelve todo el universo; gradualmente se hace más intensa y parece que envuelve a nuestro globo, para después penetrar en la superficie de nuestro planeta y gradualmente concentrarse en el centro de la Tierra, donde los Espíritus-grupo de las plantas tienen su hogar.
En el momento de la Noche Buena alcanza su tamaño lumínico superior y su máxima brillantez. Entonces empieza a irradiar la luz concentrada y a dar nueva vida a la Tierra para que este impulso pueda responder a las actividades de la Naturaleza durante el año venidero.
Éste es el principio del gran cósmico drama “De la Cima a la Cruz” que se representa anualmente durante los meses de invierno.
Cósmicamente el Sol nace en la noche más larga y obscura del año cuando Virgo, la Virgen Celestial, está en el horizonte oriental a la media noche para alumbrar al niño inmaculado. Durante los meses siguientes el Sol pasa por el signo violento de Cáncer donde, místicamente, todas las fuerzas de las tinieblas están concentradas en un esfuerzo decidido para matar al portador de luz; una fase del drama solar que se relata en la leyenda del rey Herodes y la huida a
Egipto para escapar a la muerte.
Cuando el Sol entra en el signo Acuario, el Aguador, en febrero, tenemos la época de las lluvias y de las tormentas, y como el bautismo consagra místicamente al Salvador para su servicio y ministerio, así también los torrentes de humedad que descienden sobre la Tierra la suaviza y ablandan, para que pueda producir los frutos que necesitan para su sostenimiento las vidas que moran en ella.
Entonces llega el pasaje del Sol a través del signo Piscis, los Peces. En esta época las existencias del año precedente se han consumido casi totalmente y los víveres del hombre son muy escasos. Por lo tanto tenemos el largo ayuno de la Cuaresma que representa místicamente para el aspirante el mismo ideal que aquél cósmicamente representado por el Sol. Al principio de esta época tenemos el carnaval, que es el adiós a la carne, pues todo aquél que aspira a la vida superior debe alguna vez dar la despedida a la naturaleza inferior con todos sus deseos y prepararse a sí mismo para la Pascua que está muy próximo.
En abril, cuando el Sol cruza el Ecuador celestial y penetra en el signo Aries, el Cordero, la cruz se nos presenta como un símbolo místico del hecho que el candidato a la vida superior debe aprender a dejar a un lado el instrumento mortal y empezar a ascender al Gólgota, el lugar del cráneo y de aquí cruzar el umbral para penetrar en el mundo invisible. Finalmente, en imitación del ascenso del Sol por los cielos del Norte, debe aprender que su lugar es al lado del Padre y que últimamente debe también el ascender a lugar tan exaltado, además, como el Sol no permanece en tal alto grado de declinación, sino que cíclicamente desciende otra vez hacía el equinoccio del otoño y el solsticio de invierno, para completar su circulo una y o través en beneficio de la humanidad, así también todo aquél que aspira a convertirse en un Carácter Cósmico, en un salvador de la humanidad, debe prepararse para ofrecerse a sí mismo como un sacrificio una y otra vez en beneficio de sus semejantes.
Éste es el gran destino que tenemos delante de cada uno de nosotros; cada uno somos un Cristo en formación, si el individuo lo quiere así, pues como Cristo dijo a sus discípulos: “Aquél que cree en mi, las obras que yo hago hará también y aún mayores obras hará”. Además con arreglo a la máxima “la necesidad del hombre es la oportunidad de Dios” no habrá nunca una oportunidad tan grande para imitar a Cristo y hacer los trabajos que Él hizo, como la que existe actualmente en todo el continente de Europa bajo la agonía de una guerra mundial, y el villancico más grande de todos los de Navidad: “Paz en la Tierra y buena voluntad entre los hombres” parece que está más lejos de convertirse en realidad que nunca. Nosotros tenemos el poder dentro de nosotros mismos de acercar el día de la paz mediante hablar, creer y vivir en PAZ, pues la acción concertada de millares y millares de personas produce una impresión en el Espíritu de Raza cuando está enviada directamente, especialmente cuando la Luna está en Cáncer, Escorpión o Piscis, que son los tres grandes signos psíquicos más adecuados para un trabajo oculto de esta naturaleza.
Por lo tanto, durante los dos días y medio que la Luna está en cada uno de estos signos sería conveniente, con el propósito de meditar sobre la Paz, que tuviéramos presente en nuestra conciencia el villancico que cantaron los ángeles al nacimiento de Cristo: “Paz en la Tierra y buena voluntad entre los hombres”.
Pero al obrar de este modo tengamos bien presente que no nos debemos inclinar hacia ninguno de los dos lados, en favor o en contra de alguna de las naciones combatientes, y en cambio recordemos en todos los momentos que todos y cada uno de lo que pelean son nuestros hermanos. Cada uno de ellos tienen tanto derecho a nuestro cariño y amor como el otro. No alejemos de nuestro pensamiento la idea de que lo que nosotros necesitamos es ver la Fraternidad Universal sobre la Tierra, es decir, “Paz en la Tierra y buena voluntad entre los hombres” sin importarnos nada el punto en el que los combatientes nacieron, la línea imaginaria trazada en el mapa del planeta Tierra, ni tampoco la lengua que ellos hablan, ni los demás rasgos que nos separan aparentemente. Roguemos, pues, por que la paz se haga o través en la Tierra; una “Paz eterna y buena voluntad para todos los hombres” sin consideración ninguna a esas diferencias de raza, credo, color o religión. En el grado que nosotros consigamos manifestar con nuestros corazones, no con los labios solamente esta oración impersonal por la Paz, en tal grado podremos apresurar y promover El Reinado de Cristo, porque debemos recordar que eventualmente para este reinado es precisamente para lo que estamos reunidos -el reino de los cielos- donde Cristo es “Rey de reyes y Señor de señores”.
Pero no todos pueden participar de esta maravillosa dádiva en el mismo grado; algunos consiguen más y otros menos y algunos, ¡ay! parece que no tienen participación en la gran oferta de amor que nuestro Padre ha preparado para nosotros en Su Hijo Unigénito, debido a que éstos no han desarrollado aún el magneto espiritual, el Niño Cristo interno, que únicamente nos puede guiar a nosotros hacia el Sendero, la Verdad y la Vida.
“¿De qué aprovechará que el Sol brille si yo no tengo ojos para verlo?
¿Cómo podré yo conocer que Cristo es mío, salvo que Cristo esté dentro de mí?
Esa voz callada dentro de mi corazón es una realidad del pacto entre Cristo y yo; Esta voz imparte a la fe la fuerza de un hecho”.
Ésta es una experiencia mística que, sin duda, ha sido experimentada por muchos de nuestros estudiantes, porque es tan cierto, literalmente hablando, como que la noche sigue al día y el invierno al verano. A menos que nosotros tengamos a Cristo dentro de nosotros mismos, a menos que el maravilloso pacto de sangre de la fraternidad haya sido consumado, nosotros no podemos tener parte en el Salvador, y por lo menos en lo que a nosotros concierne no importará que las campanas de Navidad suenen una y otra vez; pero cuando el Cristo ha sido formado dentro de nosotros mismos, cuando la Inmaculada Concepción ha sido una realidad en nuestros propios corazones, cuando nosotros hemos asistido al nacimiento del Niño Cristo y le hemos ofrecido nuestros regalos, dedicando la naturaleza inferior al servicio de nuestro Yo Superior, entonces y solo entonces la fiesta de Navidad es una fiesta a la que nosotros asistimos un año y otro año. Y cuanto más ardientemente nosotros laboremos en la viña del Señor, tanto más clara y distintamente oiremos aquella voz callada y muda que dentro de nuestros corazones nos ofrece la invitación: “Venid a mí todos aquéllos que estáis agobiados con vuestra carga, que yo os daré descanso. Tomad mi yugo, porque mi yugo es blando y mi carga ligera”. Entonces nosotros oiremos una nueva nota en las campanas de Navidad, tal como nunca antes la hemos oído, porque en todos los días del año no hay día tan alegre como el día en que el Cristo nace de nuevo en la Tierra, trayendo con Él regalos y dádivas al hijo del hombre -dádivas que significan la continuación de la vida física- porque si no fuera por esta influencia vitalizante y enérgica del Espíritu de Cristo, la Tierra permanecería fría y desolada; no habría en ella un nuevo canto de primavera, ni tampoco los admirables coristas del bosque para alegrar nuestros corazones al aproximarse el verano, sino que el helado cepo de los polos mantendría a la Tierra encadenada y muda para siempre, haciendo imposible para nosotros el continuar nuestra evolución material que es absolutamente necesaria para enseñarnos el uso del poder del pensamiento en debida forma.
El Espíritu de Navidad es, pues, una realidad viviente para todos aquéllos que han desarrollado en su interior el Cristo. La generalidad de los hombres lo sienten únicamente alrededor de los días santos, pero el místico iluminado lo ve y lo siente meses antes y meses después del punto culminante de Nochebuena.
En septiembre hay un cambio en la atmósfera de la Tierra, empezando a resplandecer una luz en los cielos, y parece que envuelve todo el universo; gradualmente se hace más intensa y parece que envuelve a nuestro globo, para después penetrar en la superficie de nuestro planeta y gradualmente concentrarse en el centro de la Tierra, donde los Espíritus-grupo de las plantas tienen su hogar.
En el momento de la Noche Buena alcanza su tamaño lumínico superior y su máxima brillantez. Entonces empieza a irradiar la luz concentrada y a dar nueva vida a la Tierra para que este impulso pueda responder a las actividades de la Naturaleza durante el año venidero.
Éste es el principio del gran cósmico drama “De la Cima a la Cruz” que se representa anualmente durante los meses de invierno.
Cósmicamente el Sol nace en la noche más larga y obscura del año cuando Virgo, la Virgen Celestial, está en el horizonte oriental a la media noche para alumbrar al niño inmaculado. Durante los meses siguientes el Sol pasa por el signo violento de Cáncer donde, místicamente, todas las fuerzas de las tinieblas están concentradas en un esfuerzo decidido para matar al portador de luz; una fase del drama solar que se relata en la leyenda del rey Herodes y la huida a
Egipto para escapar a la muerte.
Cuando el Sol entra en el signo Acuario, el Aguador, en febrero, tenemos la época de las lluvias y de las tormentas, y como el bautismo consagra místicamente al Salvador para su servicio y ministerio, así también los torrentes de humedad que descienden sobre la Tierra la suaviza y ablandan, para que pueda producir los frutos que necesitan para su sostenimiento las vidas que moran en ella.
Entonces llega el pasaje del Sol a través del signo Piscis, los Peces. En esta época las existencias del año precedente se han consumido casi totalmente y los víveres del hombre son muy escasos. Por lo tanto tenemos el largo ayuno de la Cuaresma que representa místicamente para el aspirante el mismo ideal que aquél cósmicamente representado por el Sol. Al principio de esta época tenemos el carnaval, que es el adiós a la carne, pues todo aquél que aspira a la vida superior debe alguna vez dar la despedida a la naturaleza inferior con todos sus deseos y prepararse a sí mismo para la Pascua que está muy próximo.
En abril, cuando el Sol cruza el Ecuador celestial y penetra en el signo Aries, el Cordero, la cruz se nos presenta como un símbolo místico del hecho que el candidato a la vida superior debe aprender a dejar a un lado el instrumento mortal y empezar a ascender al Gólgota, el lugar del cráneo y de aquí cruzar el umbral para penetrar en el mundo invisible. Finalmente, en imitación del ascenso del Sol por los cielos del Norte, debe aprender que su lugar es al lado del Padre y que últimamente debe también el ascender a lugar tan exaltado, además, como el Sol no permanece en tal alto grado de declinación, sino que cíclicamente desciende otra vez hacía el equinoccio del otoño y el solsticio de invierno, para completar su circulo una y o través en beneficio de la humanidad, así también todo aquél que aspira a convertirse en un Carácter Cósmico, en un salvador de la humanidad, debe prepararse para ofrecerse a sí mismo como un sacrificio una y otra vez en beneficio de sus semejantes.
Éste es el gran destino que tenemos delante de cada uno de nosotros; cada uno somos un Cristo en formación, si el individuo lo quiere así, pues como Cristo dijo a sus discípulos: “Aquél que cree en mi, las obras que yo hago hará también y aún mayores obras hará”. Además con arreglo a la máxima “la necesidad del hombre es la oportunidad de Dios” no habrá nunca una oportunidad tan grande para imitar a Cristo y hacer los trabajos que Él hizo, como la que existe actualmente en todo el continente de Europa bajo la agonía de una guerra mundial, y el villancico más grande de todos los de Navidad: “Paz en la Tierra y buena voluntad entre los hombres” parece que está más lejos de convertirse en realidad que nunca. Nosotros tenemos el poder dentro de nosotros mismos de acercar el día de la paz mediante hablar, creer y vivir en PAZ, pues la acción concertada de millares y millares de personas produce una impresión en el Espíritu de Raza cuando está enviada directamente, especialmente cuando la Luna está en Cáncer, Escorpión o Piscis, que son los tres grandes signos psíquicos más adecuados para un trabajo oculto de esta naturaleza.
Por lo tanto, durante los dos días y medio que la Luna está en cada uno de estos signos sería conveniente, con el propósito de meditar sobre la Paz, que tuviéramos presente en nuestra conciencia el villancico que cantaron los ángeles al nacimiento de Cristo: “Paz en la Tierra y buena voluntad entre los hombres”.
Pero al obrar de este modo tengamos bien presente que no nos debemos inclinar hacia ninguno de los dos lados, en favor o en contra de alguna de las naciones combatientes, y en cambio recordemos en todos los momentos que todos y cada uno de lo que pelean son nuestros hermanos. Cada uno de ellos tienen tanto derecho a nuestro cariño y amor como el otro. No alejemos de nuestro pensamiento la idea de que lo que nosotros necesitamos es ver la Fraternidad Universal sobre la Tierra, es decir, “Paz en la Tierra y buena voluntad entre los hombres” sin importarnos nada el punto en el que los combatientes nacieron, la línea imaginaria trazada en el mapa del planeta Tierra, ni tampoco la lengua que ellos hablan, ni los demás rasgos que nos separan aparentemente. Roguemos, pues, por que la paz se haga o través en la Tierra; una “Paz eterna y buena voluntad para todos los hombres” sin consideración ninguna a esas diferencias de raza, credo, color o religión. En el grado que nosotros consigamos manifestar con nuestros corazones, no con los labios solamente esta oración impersonal por la Paz, en tal grado podremos apresurar y promover El Reinado de Cristo, porque debemos recordar que eventualmente para este reinado es precisamente para lo que estamos reunidos -el reino de los cielos- donde Cristo es “Rey de reyes y Señor de señores”.
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